LA PRIMERA ESPADA DEL IMPERIO
I
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Me encontraba algo ebrio cuando se presentó al anochecer en mi casa, dentro de la Cancillería. Estaba ataviado con su vistoso uniforme de Comandante del Cuerpo de Guardias del Sur. Se veía más buen mozo que nunca, pero su rostro tenía esa expresión tan adusta que yo siempre había odiado; uno de sus pocos defectos era esa seriedad ascética con que siempre tomaba las cosas. Un hombre tan joven como él —tenía treinta y tres años—, aun cuando fuese el comandante de una caballería compuesta por más de dos mil hombres y tuviera a su cargo la enorme responsabilidad de resguardar el orden dentro de la capital, debería tomar la vida con más calma y menos severamente. Cierto sabio de la antigüedad, cuyo nombre no recuerdo, dijo una vez que un hombre carente de sentido del humor es siempre de cuidado; que puede ser tan peligroso para quienes se crucen con él en el camino como lo puede ser una serpiente, para no decir una víbora. Me gustaría añadir a esa sabia observación algo de mi propia cosecha: un hombre carente de sentido del humor puede ser tan peligroso para él mismo como para los demás.
Lo invité a sentarse enfrente mío y llamé a la doncella para que trajese más vino. Tenía entonces a aquella pequeña muchacha que el Lord Canciller acababa de darme como obsequio: era fina, frágil y hermosa como una pieza de jade. Trajo en una bandeja un nuevo jarro de vino y una segunda copa, que colocó delante de él. Después de servirnos la despedí, y ella salió del recinto tan silenciosamente como había entrado. En todo aquel lapso de tiempo mi visitante permaneció sentado, muy solemne y erguido, sobre el piso, la vaina de su espada tocando el mismo. No pareció siquiera haberse fijado en la chica. Le guiñé un ojo y dije, refiriéndome a la doncella:
—Hasta hace tres días era una virgen, pero ya no lo es más.
Quisiera dejar perfectamente en claro que nunca fui uno de esos truhanes que, valiéndose de su condición de amos, acostumbran aprovecharse en forma impune y ruin de sus doncellas y de otras mujeres a su servicio, no contentos con tener un harem de concubinas. De hecho, lo que dije no era más que una mentira: sucede que su expresión tan adusta e impasible me estaba sacando de quicio y quise fastidiarlo.
Si tal era mi intención, no obtuve el menor éxito.
Me bebí otra copa y esperé pacientemente a que se decidiera a decir lo que había venido a decirme. Hacía casi un año que no nos veíamos. Desde el mismo momento en que puso los pies dentro del cuarto supe que no había venido precisamente a hacerme una visita de cortesía. Se decidió al fin.
—Vine a hacerte una pregunta —dijo mirándome directamente a los ojos. — ¿Aún te consideras la Primera Espada del Imperio?
"Aja", me dije para mis adentros, casi triunfalmente. "¡Conque era eso!" No estaba en absoluto sorprendido: sabía que tarde o temprano me haría esa pregunta o alguna otra similar. En los últimos meses había oído insistentes rumores de que se había proclamado a sí mismo la Primera Espada del Imperio, aduciendo que, a causa de mis cuarenta y tantos años y de mis borracheras, había perdido mi derecho a la posesión de ese título. No me sorprendería que él mismo fuese el que se encargó de propalar tales rumores. Y la razón era comprensible, si no loable: aspiraba a suplir al viejo general Yuan en la jefatura del Cuerpo de Guardias Imperiales, la guarnición de la Ciudad Prohibida. Para lograr ese objetivo, la posesión del título de la Primera Espada del Imperio, que estaba aún en mi poder, no podría ser un argumento más válido y poderoso. Contesté lentamente:
—No conseguí el título de la Primera Espada del Imperio por herencia; lo obtuve por méritos propios. Y puesto que desde la muerte del Abad Yu—Cheng, mi predecesor, no ha habido aún nadie que pueda medirse conmigo, no veo porqué tenga que renunciar a él.
Al pronunciar aquellas palabras, estaba totalmente sobrio. Y serio.
Me estudió atentamente y yo le devolví la mirada, pero sin animosidad, sino más bien con pena. Me apenaba que algo tan fútil como un título hubiera podido sembrar el germen de la codicia en un alma noble como la suya.
Dijo después de una larga pausa:
—¿Cómo puedes estar seguro de merecer aún ese título si no te has medido en años con nadie?
Dije algo sarcásticamente:
—¿Con quién, por ejemplo? Nadie se ha ofrecido a hacerlo.
Sabía cuál iba a ser su respuesta, tan bien como sabía cuál era su intención al venir a verme.
—Me gustaría medirme contigo —dijo, temblándole ligeramente la voz—, si aceptas.
El muy bribón había dicho "si aceptas", como si la opción de aceptar o no el reto estuviese en mis manos. La verdad es que si me hubiera rehusado a medirme con él, los rumores sobre mi negativa se habrían esparcido inmediatamente por toda la capital y fuera de ella —de hecho, por boca de él—, y mi supuesta "cobardía" redundaría en su provecho. Me acababa de lanzar, muy sutilmente, un desafío que, pese a mi renuencia, no tenía más remedio que aceptar.
—Encantadísimo —respondí, pero en realidad no me sentía encantado con la idea en lo más mínimo.
Empezamos a discutir sobre la hora y el lugar donde nos mediríamos. Rápidamente se decidió que la hora fuese el atardecer del día siguiente, pero en lo que respecta al lugar hubo cierto desacuerdo. Propuse que la Sala de Armas de la Cancillería, donde yo era Jefe de Seguridad, fuese la arena de nuestra justa; o, en su defecto, la Sala de Armas de su Comandancia. Rechazó ambas propuestas.
—A quince li fuera de la ciudad hay un lago, que ahora estará congelado —replicó afectando casualidad, pero con muy pobre resultado—; podríamos combatir allí sin que nadie ni nada nos distraiga.
Si cree que soy un estúpido se equivoca, me dije. Lo que teme no es que nos puedan distraer, sino que nos puedan ver ; o, para ser más preciso, que puedan verle a él en el caso de que fuese derrotado.
En principio, siendo el retado, hubiera podido imponer mis propias condiciones, pero decidí que el lago, después de todo, no era un mal escenario. Además, era preferible que el duelo no trascendiese hasta los oídos del Lord Canciller y de la Corte, que desaprobaban los duelos de índole personal entre sus oficiales.
—Está bien —dije despreocupadamente—; que sea el lago. Señalé con una mano su copa: —No has tocado nada de tu vino.
—Tú sabes que no bebo —replicó mientras se levantaba. Se arregló su coracina de láminas de bronce y su espada y se dispuso a marcharse.
—Aún no es tarde para comenzar —dije en tono jovial, pues me sentía de veras jovial: el duelo no me preocupaba.
Después que se hubo ido, me bebí el resto del vino a su salud. Era entonces un buen bebedor y lo sigo siendo todavía. El vino nunca ha podido afectar la efectividad de mi espada. Si algún día muero bajo el arma de alguien, espero que no culpen a ese dulce y precioso néctar. Busquen la explicación en cualquier otro lado.
II
El camino que conducía al lago donde habríamos de medirnos no era en realidad muy largo, pero con el tiempo que hacía —había estado nevando sin parar todo el día— el recorrido distaba mucho de ser uno de placer. Apenas traspuse los muros de la ciudad, ya los oídos me dolían de puro frío, y empezaba a lamentarme de no haber llevado conmigo alguna botella de vino para calentar el cuerpo. Me cubrí la cabeza con la capa tártara y proseguí mi camino lentamente, cuidando de que el caballo no se resbalase en los pendientes cubiertos de nieve. En el camino no me crucé con nadie, pero por un buen trecho me acompañó un halcón, que sobrevolaba las montañas circundantes. Decidí que era una señal de buen augurio. Aunque no sentía en absoluto que el concurso de la suerte me fuera necesario, pues me encontraba muy seguro de mí mismo, el detalle me alegró de todas maneras. El cielo era de color gris. Calculé que parte del combate, de prolongarse más de lo que yo estimaba necesario, habría de efectuarse a la luz de la luna o en la oscuridad de la noche.
Cuando llegué al lago, se hallaba ahí desde ya algún buen rato, por lo que pude deducir de la expresión de impaciencia que mostraba su rostro. Observé también que estaba visiblemente nervioso, y frotaba las dos manos como si tratase de quitarse el frío de encima. Llevaba ropas de uso común, rellenadas de seda. Me bajé del caballo y aseguré las riendas a uno de los árboles desnudos que había al borde del lago. El agua del lago se había congelado por completo.
—¿Quieres que combatamos sobre el lago o en sus orillas? —pregunté en voz alta. Las montañas devolvieron el eco.
—Sobre el lago —dijo secamente.
Me encogí de hombros y empecé a quitarme la capa. Desaté la espada de mi cinto, la desenvainé y tiré la vaina a un lado. Tenía entonces esa espada conocida como "Aurora Púrpura", que una vez perteneció al Abad Yu-Cheng. El Abad me la regaló, al tiempo que renunciaba al título de la Primera Espada del Imperio en favor mío, después de que llegué a aguantarle ciento veinte vueltas de combate. Probablemente hubiera acabado por derrotarme de haber seguido, pero el buen Abad era un hombre a quien le importaba muy poco la fama y las posesiones mundanas, para no hablar de títulos que no son sino simples palabras o frases. Al regalarme su espada, fue más allá del protocolo de reconocimiento de un nuevo poseedor del título de la Primera Espada, que no exigía nada semejante. La "Aurora Púrpura" era una espada delgada y larga. Era en extremo liviana y al mismo tiempo resistente, de modo que se podía dar con ella golpes contundentes con escaso esfuerzo. Era una maravilla.
Luego de dar algunos golpes al aire dije:
—Estoy listo.
Había desenvainado su propia espada, dio unos veinte pasos hacia el centro del lago, se cuadró ahí y me esperó. Empezaba a salir la luna y su luz se reflejaba sobre el hielo.
Voy a abreviar. Combatimos en silencio, yo muy seguro de mi propia habilidad y fuerza y él algo nervioso, cuidándose de no arriesgar demasiado. Al principio todo me parecía un simple juego: estaba, aunque tal vez no me crean, de buen humor. Adivinaba todos sus golpes y se los devolvía sin ninguna dificultad. Y como no tenía prisa en acabar la diversión, no ataqué a fondo: me limité a defenderme y a ensayar, casi con condescendencia, esporádicos contragolpes. Ese fue mi error: de haber atacado con toda mi habilidad y fuerza en aquel momento, hubiera acabado muy pronto el combate, con el resultado a mi favor. Pero no: ¡quería jugar al gato y al ratón! Normalmente no soy un hombre arrogante, envanecido, pero esa vez hice una funesta excepción.
El hecho es que en la quincuagésima vuelta o alrededor de ella empecé a notar que me faltaba el aire, y que los golpes que rechazaba con mi espada eran cada vez más fuertes. No tardé en darme cuenta que lo que sucedía no era que la fuerza de mi contendor estuviese en aumento: era la mía la que se iba debilitando. Preocupado por primera vez desde el inicio del combate, empecé a pelear con seriedad y tratar de acabarlo lo más rápidamente posible. Pero ya era demasiado tarde: se había replegado y se limitaba a defenderse, esperando pasar al ataque en cuanto mis fuerzas se agotasen. Llegamos a la vuelta septuagésima y aún no podía quebrar su defensa. Comprendí que mi suerte estaba echada: era sólo cuestión de tiempo que se acabaran mis fuerzas. Me ganaría, ciertamente, no por destreza o por la superioridad de su escuela de esgrima, sino por un factor que yo no había tomado en consideración: el vigor de un cuerpo joven y disciplinado. Me detuve y dije, corto de aire:
—Está bien, tú ganas. Desde ahora eres la Primera Espada del Imperio.
Había hablado con cierta tristeza en el corazón: después de todo, había tenido el título en mi posesión por más de quince años y, si bien no le daba mayor importancia que la que daría a una rara pieza de antigüedad o de arte, me había acostumbrado a él por tanto tiempo que el perderlo no podía menos de causarme un poco de desazón. Que quede, sin embargo, esto en claro: me sentía triste, pero no adolorido.
Estaba parado bajo la luz de la luna, sosteniendo su espada, que tenía el frío resplandor de un témpano de hielo. Supuse que se mostraría contento, pero no lo hizo: tenía esa odiosa expresión adusta en su rostro. Tal vez celebre el acontecimiento más tarde, me dije. Me volví y me dirigí hacia el lugar donde estaba atado mi caballo. Por costumbre, como siempre hacía después de terminar algún combate y tenía aún a mi rival o mis rivales a mis espaldas, no envainé mi espada. Repito: no envainé inmediatamente mi arma debido a una antigua y muy enraizada costumbre, y no porque recelase algún ataque artero de parte de él. Fue una suerte que todavía conservase aquella costumbre. No había dado más que unos cuantos pasos cuando sentí que algo rasgaba el aire detrás de mí. Me volví instintivamente, tan rápidamente como pude, y tracé a ciegas un círculo con mi espada. No supe de qué lado vino el golpe, pero mi espada lo contuvo. En los minutos siguientes soporté con gran dificultad su violenta arremetida, mientras trataba en vano de poner en orden mis ideas. Después de un rato, aún incapaz de hacer otra cosa que defenderme maquinalmente, le grité:
—¿Por qué? ¿No te basta con ser la Primera Espada del Imperio? ¿Por qué quieres matarme? ¡Cielo santo! ¿Por qué?
Mientras me defendía desesperadamente, con golpes casi desordenados, alcancé a ver cómo el halcón que me había acompañado en mi recorrido hacia el lago ( es posible que fuera otro, pero entonces estaba seguro de que era el mismo) trazaba círculos sobre nuestras cabezas. Hay cosa en la vida que son difíciles de explicar. Tomen, por ejemplo, el caso de aquel halcón. Mi vida pendía de un solo hilo; no podía descuidar el menor de mis movimientos, no podía desatender ninguno de los golpes de espada que me lanzaba y, sin embargo, pude advertir la presencia y las evoluciones del halcón. Era ilógico, inconcebible, pero, ¡ay!, ¿no era igualmente inconcebible que me hubiera atacado de ese modo? no era igualmente inconcebible que hubiera querido acabar conmigo?
Mi confusión no duró demasiado tiempo. Después de todo, no en vano había llevado una vida de armas por más de veinte años. Ya algo más sereno, empecé a evitar sus embates frontales, mientras me esforzaba en ordenar las ideas. Poco a poco empecé a ver las razones de su comportamiento; es decir, el por qué quería acabar conmigo. En realidad es algo muy simple, y si hubiera conocido el corazón humano mejor entonces, no me habría parecido tan inconcebible y absurdo. Pero en aquellos momentos me pareció una verdadera monstruosidad, una aberración. Me explico: para los efectos del duelo había escogido aquel paraje tan desolado, y no cualquiera de las Salas de Armas que se hallaban a nuestra disposición, porque no se sentía seguro de sí mismo. Si iba a perder, no quería tener a nadie de testigo. Pero una vez que me hubo vencido y me hubo arrebatado el título de la Primera Espada del Imperio, ¿cómo probar a los demás que en efecto me había derrotado? Aun cuando yo mismo me ofreciera a admitir ante todos ese hecho, no habría sido suficiente para convencer a muchos. Recuérdese que ya antes el Abad Yu-Cheng había "renunciado" al título en mi favor (sólo a su muerte llegué a ser verdaderamente la Primera Espada del Imperio), ¿no podría darse el caso de que yo estuviese repitiendo la historia, es decir, "renunciando" al título en su favor? No: no le bastaba que yo admitiese delante de todo el mundo la derrota sufrida de sus manos; tenía que tener una prueba irrebatible de su triunfo, y esa prueba era mi cabeza. Estas ideas no sólo cruzaron por mi pensamiento, sino que las expresé en voz alta mientras seguía defendiéndome. No obtuve respuesta, pero su silencio fue más elocuente que mil palabras. Sentí que el corazón se me hundía como una piedra arrojada al agua de un estanque, y por un breve instante casi deseé que me matara. Me sobrepuse, sin embargo, y con un oscuro pesar en el alma, pero la cabeza más fría y lúcida que nunca, empecé a devolver sus golpes con toda la contundencia y precisión que me permitían mis reservas de fuerza y mi destreza. Ignoro en qué momento dirigió la punta mortal de su espada derecho a la parte de mi pecho debajo de la cual late el corazón. Adiviné la trayectoria de la estocada pero no hice nada para detenerla. La punta de la espada penetró a través de mi chaqueta y la fuerza que conllevaba el golpe me hizo trastabillar. En aquel mismo instante levanté mi espada y atravesé su garganta de un lado al otro. Jamás olvidaré la expresión de incredulidad de su rostro cuando se quedó ahí, parado en medio del lago, con la garganta aún atravesada por la hoja de mi arma. Cuando retiré la espada, muy despacio, su cuerpo no cayó de inmediato, sino que empezó a deslizarse con terrible lentitud hasta tenderse finalmente sobre el hielo, mientras la sangre manaba de la herida a borbotones. La luna llena brillaba justo sobre el lago. Había dejado de nevar.
Corté su cabeza, la envolví en mi capa y volví a la ciudad a galope. Una vez en ella, me dirigí sin perder tiempo a la Comandancia del Cuerpo de Guardias Imperiales y escalé hasta su techo de tejas doradas. Sobre una de las cornisas clavé la cabeza con mi daga, por el moño. Había aspirado a ocupar aquel enorme edificio de soberbias líneas —cuyo amo de turno era entonces el anciano general Yuan— con tanto ardor, tanta pasión, que no pude menos de hacer por él al respecto, aunque no fuera sino en forma póstuma.
Ya conocen el resto de la historia: renuncié al día siguiente a mi cargo de Jefe de Seguridad de la Cancillería y, desde entonces, vivo en este rincón apartado. Aún soy la Primera Espada del Imperio, a pesar de tantos años transcurridos.
He releído lo escrito hasta ahora y noto que he omitido explicar cómo logré sobrevivir a la estocada al corazón que recibí. Es verdad que era —y lo sigo siendo— la Primera Espada del Imperio, pero al igual que cualquier mortal, no soy invulnerable. Poco antes de partir hacia el lago fui a despedirme de mi mujer y ella me dio ese espejo de bronce suyo. Al borde de las lágrimas, me suplicó que lo guardase debajo de mi chaqueta, sobre el corazón. Me reí de su infundado temor y le dije que no tenía nada de qué preocuparse, pues el duelo era con mi propio hermano. Nadie iba a salir lastimado. El lance era poco más que una diversión o entrenamiento, aunque algo inoportuno por lo inclemente del tiempo y lo alejado del lugar escogido como arena. Cosa rara: al mencionar a mi hermano su preocupación no sólo no se disipó, sino que se hizo más grave, más seria. Para evitar que tuviese un acceso de histeria, acepté con renuencia el espejo y lo guardé, como me había pedido, entre la chaqueta y mi pecho. No me imaginaba que al cabo este pequeño detalle iba a salvarme la vida. Al reflexionar sobre el comportamiento de mi esposa en aquella oportunidad, aún no ceso de preguntarme si las mujeres no son mejores jueces de la naturaleza humana que nosotros los hombres.
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