Que
fue una masacre, nadie lo cuestiona: cualquier incidente en el que
más de cinco personas son muertas es, por definición, una masacre.
Pero la masacre de la Plaza Tiananmen, en junio de 1989, no es
recordada por mí y por otros como yo como un movimiento de
liberación truncado por la salvaje represión del ejército chino
sino como un peligroso acto de subversión montado por ilusos jóvenes
universitarios y por oportunistas de derecha que, de haber tenido
éxito, habría significado el desmantelamiento de China como nación
y otros cien años de anarquía, de humillación por las potencias
mundiales del Oeste, de miseria económica para el país y de
millones de muertes completamente evitables.
En
1989 yo trabajaba en Hawaii como mozo en un restaurante chino de
primera clase que contaba con un numeroso personal de cocineros y de
servidores. Durante el mes de junio de ese año y los que lo
precedieron, los cocineros y los mozos seguimos lo que ocurría en la
Plaza Tiananmen y sus alrededores con un nudo de ansiedad en la
garganta. A pesar de que la mayoría de nosotros éramos chinos que
de un modo u otro se habían “escapado” de un régimen comunista --unos del gobierno de Beijing y otros del de Hanoi--, incluyendo a
mí mismo, y a pesar de que vivíamos en la democracia quintaesencial
que son los Estados Unidos, ninguno de nosotros simpatizábamos con
la acción innegablemente valerosa de los ocupantes de la plaza. Una
preocupación nos dominaba: que, si China terminaba democratizándose
como resultado del triunfo de ese movimiento, el país iba a
descender a otro caos político como el que hubo entre 1911 y 1949, y
acaso concluir en otra prolongada y sangrienta guerra civil. (Esta
preocupación no era infundada: miren lo que les pasó a Yugoslavia y
a la Unión Soviética, apenas tres años después).
Cuando
el ejército ingresó por fin a la plaza y aplastó a sangre y fuego
el movimiento, y pudimos leer la noticia al día siguiente, los
cocineros y los mozos no tuvimos las mismas reacciones de la prensa
oficial del Occidente: lamentar la pérdida de tantas vidas jóvenes,
ser conmovidos por el acto heroico del individuo que se había
enfrentado solo a los tanques, y condenar a la cúpula del gobierno
chino por haber ordenado la masacre. No, nuestra reacción --para
muchos esto va a ser un shock-- fue lanzar un suspiro colectivo de
alivio y celebrar la acción decidida del Comité Central encabezado
por Deng Xiao Ping. Nadie le dio un pedo al valiente --sin duda fue
valiente, pero en el desquiciado sentido que lo había sido Don
Quijote cuando arremetió contra el molino-- individuo que con su
humanidad quiso detener a los pesados tanques.